domingo, 16 de marzo de 2014

Sin vergüenza

Llevo días dándole vueltas en la cabeza a este tema y necesito ponerlo por escrito para purgarme, aunque no me vaya a dejar a mí misma en muy buen lugar.

Hace dos semanas, fuimos toda la familia al cumpleaños de Laila, una compañera de clase de Leo. Se celebraba en una casa en el campo muy grande y cuando llegamos estaban todos los niños excitadísimos. Todavía hacía frío, así que entramos dentro donde había montones de guirnaldas y ¡horror! globos de todos los tamaños y colores. Leo se quedó petrificado mientras todos los demás niños se volvían locos. No sé de dónde le viene ese pánico por los globos, si es por el ruido que hacen al explotar o por lo blandurrios que quedan los restos (a mi hijo le da mucho ascazo lo que está blando y fofo, y por eso yo tengo unos abdominales duros como piedras, hahahaha).

En un primer momento fui una madre amorosa y empática, que explicó pacientemente la fobia del niño a todos los padres que lo animaban a jugar con los demás. Nos fuimos a la otra punta de la casa y traté de explicarle a Leo que no pasaba nada, que sus amigos enseguida se cansarían de los globos o bien se explotarían todos, porque aquello era un no parar de pimpampum. El niño estaba pasando muy mal rato. Entonces empezaron a organizar juegos por equipos (sin globos, pero aún estaban rondando por ahí) y pensé que mi hijo se animaría, pero no hubo manera. Los otros padres y hasta los abuelos de la cumpleañera se acercaban a animarlo, con toda su buena intención, pero consiguiendo que el niño se avergonzara cada vez más y se enrocara en su posición. Entonces empecé a sentir vergüenza yo también. Porque veía a todos los demás críos jugando sin problemas en la sala de al lado, porque mi hijo (no otro, sino el mío) se lo estaba perdiendo por un miedo tonto (¿pero qué te puede hacer un globo, ¿eh?), porque estábamos dando la nota, porque las otras madres me miraban con pena.

Así que mi empatía se esfumó para dar paso a una irritación creciente. Me empeñé en intentar llevarlo una y otra vez a la sala de juegos, donde apenas quedaban ya globos, y no había manera. Leo lloraba, yo estaba a punto de hacerlo. Yo solo quería que mi hijo fuera como los demás. Ahora entiendo que el miedo a los globos solo fue la raíz del problema. Después no quería integrarse por vergüenza, porque todos llevaban un buen rato jugando juntos y Leo no veía una salida honrosa a la situación en la que se había metido. Me pidió que nos fuéramos a casa, pero habíamos llevado a otra familia en nuestro coche y no los podíamos dejar tirados. Yo ya estaba fuera de mí, gritando al niño, cuando una madre comprensiva me dijo "te entiendo, pero respira hondo". Cuando lo hice, se me pasó el enfado, aunque no la vergüenza. Nos "escondimos" los dos en una habitación a hablar del problema, le expliqué por qué me había enfadado y lo que significa "hacer el ridículo". Nos abrazamos fuerte y le dejé jugar con mi móvil. Pensaba que se pasaría la tarde solo, pero el cambio de escenario para la merienda fue una oportunidad de oro, la esperada salida honrosa, y la aprovechamos. Le dieron un pito, que tocaba especialmente fuerte si se le acercaba un globo, y el resto de la tarde se lo pasó bomba.

Por la noche en casa, hablando del asunto con Andrés, me di cuenta de que me preocupa demasiado lo que el resto de adultos piensen de Leo y también de mí. Porque se está juzgando a mi hijo y, sobre todo, mi labor como educadora. Mi hijo es rarito y a veces me pone en evidencia, eso es así. En público me avergüenzo de lo miedoso que es para algunas cosas, de que venga a chivarse de los demás, de que a veces no le dejen jugar, de que no le guste más el fútbol, de que sea melindroso con la comida y de qué sé yo. Está bien reconocer cómo me siento al respecto, pero tengo que cambiar. Me avergüenza avergonzarme de mi hijo en esas ocasiones. Me avergüenza estar pendiente de lo que los demás piensen de él o de mí.

Porque Leo es un niño maravilloso y tendría que sentirme orgullosa de él siempre.

Tiene miedos porque posee una fértil imaginación y es ultrasensible. Por eso me cuenta historias fantásticas y es tan divertido y me da esos abrazos interminables y me dice que me quiere a todas horas y que estoy más rica que un yogur. Y con las cosas importantes es muy valiente, como cuando vamos al médico y le tienen que coser una brecha en la frente, como cuando le cambio de colegio o de casa, como cuando me divorcio, como cuando llega un hermanito. Como el día en el que, haciendo el tonto, Andrés me tiró de la cama y Leo fue directo a pegarle patadas, hasta que vio que yo me estaba riendo.

A veces no le dejan jugar porque los niños son así, porque él es el pequeño y a la vez el nuevo de la clase, porque aún no ha encontrado su sitio en el parque. Con los niños pegones no pega, con los del fútbol no le interesa, con las niñas no porque son niñas. Pero en comedor se ha hecho inseparable de Yuchi (a saber cómo se escribe) porque también le gusta jugar a Pacman y montarse películas. Sé que me preocupo demasiado por su sociabilidad, que son mis miedos más que los suyos y que nunca le faltarán amigos porque es encantador.

Así que me voy a relajar. Voy a confiar en que mi hijo será feliz y en que no estamos haciendo mal las cosas. Que no me equivoco respetando su miedo a dormir solo o consolándolo "demasiado" cuando viene llorando. Voy a pensar que, si en algo le ha perjudicado tener una mamá tierna, también le ha hecho ser una buena persona. Voy a recordar esta lección para no avergonzarme nunca de mis hijos ni tampoco de mí, aunque me miren con cara de pena, porque lo hago lo mejor que sé.

lunes, 3 de marzo de 2014

La revisión

Hoy me he decidido a escribir durante la siesta de Gabriel porque necesito compartir lo que me ha ocurrido hoy en el centro de salud durante la revisión de los 4 meses. Creo que es un buen ejemplo de la actitud que tienen muchos profesionales de la pediatría hacia la lactancia materna y hacia la crianza en general.

La revisión de este mes se hace con la enfermera pediátrica y no con la pediatra (que aún tiene más tela). Hoy estaba acompañada de una estudiante, lo que ha hecho que aún me diera más rabia después. ¿Qué aprendizaje está haciendo esta futura enfermera? En fin... El caso es que la historia ha empezado bien, muy cordial todo. Un sonriente Gabriel se ha dejado medir y pesar sin protestar demasiado. Tampoco ha parado quieto. Les ha dedicado todas sus proezas recién adquiridas: reírse a carcajadas, sacar la lengua, hacer gorgoritos y el número especial, ponerse de pie. ¡Tacháaaaan! Ante la pregunta obligada de qué tal caga el niño he respondido que cada 4 días habitualmente. Ella ha puesto cara de preocupación: "¿hace caquitas duras entonces?". No, señora, ya le he dicho que le doy el pecho. Es bastante improbable que un bebé que tome teta cague duro. Él está contento y no se queja de la tripa. Bien, sigamos adelante." ¿Le das la vitamina D?" "Sí, por supuesto". Para nada se la doy, pero en este punto prefiero mentir, que es más rápido. Mira que les gusta a los médicos recetar cosas. Se supone que los bebés tienen carencia de esta vitamina, lo que podría llegar a derivar en raquitismo. Pero el propio metabolismo del niño la fabrica en cuanto le da la luz del sol. Así que en Suecia puedo entender que tomen un suplemento, pero aquí sol, siestas y paellas no nos faltan.

Volvamos a la revisión de hoy. La enfermera es una persona meticulosa. Se sabe todos los pasos y es muy ordenadita. Ha pasado con gran concentración los datos al ordenador, donde un programa (como los que hay a porrillo en internet) le ha calculado las tablas de percentiles. Aún guarda mi madre las mías hechas a lápiz, qué tiempos. Estas maravillosas tablas son pura estadística y nada más, una guía para saber si nuestro bebé se ajusta a la "normalidad". Si dice que está en el percentil 70 solo quiere decir que, de 100 niños, 30 pesan o miden más que él, y otros 70 menos. Pero todos son "normales". Los adultos también somos altos o bajos, delgados o gordos de constitución y no por eso estamos necesariamente enfermos. Bien, pues aclarado este punto, no entiendo por qué se veneran estas tablas como si las hubiera bajado Moisés del Sinaí. Si el niño crece y tiene aspecto sano, me da igual si sigue una curva o va en zigzag. Además de que con una muestra de medidas tan pequeña: al nacer, al mes, a los dos meses y a los cuatro, poca validez estadística tiene nuestra curva.

Gabriel estaba a los dos meses en el percentil 50 clavado, tanto de peso como de altura. O sea, que está en la media más media. Y nada más. La enfermera se quedó muy conforme en aquella revisión, como si el 50 fuera el número más saludable posible. ¡Pero no es así! Hoy, Gabriel seguía ajustándose al 50, ese número dorado, en la altura, pero en el peso.... ¡Oh, dios mío! ¡Ha bajado un pelín! Habrá que vigilarlo.

¡¡¿¿ En serio me lo estás diciendo??!! Puede parecer que ha bajado de peso, pero no. A los dos meses pesaba 5,5 kg y ahora pesa 6,170 kg. Engorda, crece, sonríe, juega y hasta se pone de pie. Está más cachas que yo, el tío. Pero la enfermera solo veía que esa curva (de cuatro puntos) ya no era tan curva. Me ha dicho que volviera en dos o tres semanas para ver cómo sigue de peso y yo le he dicho que no veía la necesidad. Ya estamos con la loca de la teta, a ver. En la revisión de los dos meses me tocó las narices con el mismo tema. Me preguntó si tomaba pecho o biberón y cuando le respondí me citó a los tres meses. Yo me quedé con la mosca detrás de la oreja y le pregunté cómo citaban a los de biberón y me dijo que a los cuatro "porque los de pecho suelen ir más justitos de peso". ¿El mío estaba justo de peso? ¡Pero si estaba en los happy fifty! Lo acababa de ver ella con sus propios ojos. Da igual, la teta no alimenta, amigas. La suerte que tengo es que no soy madre primeriza y Leo es la estampa viviente de que mi leche es material de primera, así que muy digna y muy respetuosa le contesté a la enfermera que yo vendría a la revisión a los cuatro meses como los de biberón y no antes. Como quieras, me dijo. Mala madre, pensó seguramente.

Así que hoy su miedo se ha hecho realidad. No hemos vigilado a este bebé semanalmente y ya no sigue la curva del 50, oh my god, ¡lo estamos perdiendo! Le he dicho de nuevo que no veía ningún motivo de preocupación y me ha dicho que me lo pensara mientras iba a preparar las vacunas (porque esta mala madre sí considera las vacunas un gran avance científico).  Por supuesto que no iba a ir a pesar al niño treinta veces para que ELLA se quedara más tranquila. Si es una neurótica es su problema. Cuando han vuelto estaba yo con Gabriel en la teta. Al ver a las chicas ha soltado el pezón para sonreirles y se ha puesto perdido de leche. Jejeje. Cuando me iba a citar para la próxima yo ya tenía preparado mi discurso, incluida la puntualización de que las tablas que ella maneja son de niños de biberón y que debería contrastarlo con las de la OMS de lactancia materna. Pero no he podido pontificar. Resulta que la semana que viene le toca otra vez la vacuna del Prevenar (70 leuros cada dosis, porque no lo cubre la SS. Eso da para otro post). "Así le pesamos también y vemos si ha mejorado". Arghhhhhhh... He preferido no cogerla por el cuello y me he ido.

La pediatra también me dijo en la revisión del primer mes algo parecido. Primero casi me felicitó por darle el pecho (¿pero por qué se sorprenden?) y después, cuando vio que iba bien de talla y peso me dijo: "de momento puedes seguir dándole el pecho?". ¿Perdoneeeeeee? ¿De momentoooo? ¿Va usted a decirme si puedo o no puedo darle teta a MI HIJO? Faltaría más.

Está claro que en mi centro de salud (Actur Sur, Zaragoza) dar el pecho se considera un capricho de la madre que se puede tolerar (porque pasas defensas y eso) mientras el niño no corra peligro. Pero en cuanto las tablas no encajen habrá que clavarle un biberón y se acabó este jueguecito de las tetas, ¿eh? Por supuesto que a mí no me hacen dudar ni un solo segundo de mi capacidad para alimentar a mi bebé, pero me cabreo como una mona por varios motivos:

1.- Cuando las madres primerizas que no se han empollado veinte libros de lactancia y que no han tenido tan buenas matronas como yo (esto va por Mariángeles, gracias) se encuentran con profesionales como estas ¿qué ocurre? Dar el pecho puede ser difícil al principio, todo es muy raro si no tienes otras madres lactantes a tu alrededor. Así que es genial que te metan más miedo en el cuerpo. ¿Y si no engorda por mi culpa? ¿Y si mi leche no le alimenta lo suficiente? Si la pediatra cree que le hace falta un biberón de apoyo habrá que dárselo, ¿no? (aplauso de las suegras). Sí, claro, mujer. Tú sigue con el pecho como siempre, que les consuela mucho, pero le das leche artificial que así sabrás la cantidad que toma y te quedas más tranquila (y tu suegra y tu pediatra también). En dos semanas se te habrá retirado la leche porque si el bebé no chupa la teta no trabaja, pero así se llega a la profecía autocumplida. ¿Ves como no alimentaba? Suerte que le metimos el biberón a tiempo y el bebé no ha bajado del percentil 50. Uf, qué alivio.

Que quede claro que yo RESPETO profundamente a las madres que DECIDEN dar leche artificial. Creo que las mujeres somos algo más que incubadoras y neveras, y que cada una hace con su cuerpo lo que le resulta más agradable y cómodo. La ciencia nos permite hoy elegir y eso siempre es un avance. Que la leche de bote no es tan buena como la materna es un hecho incontestable, pero eso no quiere decir que la otra sea mala. Son perfectamente saludables las dos y cada mujer hará lo que considere oportuno. Así que tanta manía le tengo a mi pediatra como a los profesionales que hacen sentir malas madres a las que no dan el pecho.

2.- La pediatra y la enfermera pediátrica de mi centro de salud son profesionales y deberían conocer todo lo relativo a la lactancia materna, pero no es así. Su desconocimiento y su actitud habrán echado por tierra un montón de lactancias exitosas durante estos años, estoy segura. Porque las madres confían en que ellas saben de lo que hablan. La alimentación de los bebés es algo con lo que tratan todos los días, así que no entiendo esas lagunas, esos océanos enteros de conocimiento que no han adquirido para ejercer su profesión con rigor y con responsabilidad. Estudien, señoras, estudien. La información está ahí, a su alcance. No sean tan cuadriculadas, por favor. Y aprendan sobre todo a distinguir lo que es su competencia y lo que no, porque ustedes previenen y tratan las enfermedades infantiles, nada más. No vuelvan a juzgar a ninguna madre, porque ustedes no son ninguna autoridad moral. Si quiero practicar el colecho con mi bebé, explíquenme en qué casos se considera peligroso, pero no me juzgue. Si quiero dar la teta hasta los tres años es cosa mía (o hasta que vaya a la universidad). Si usted me explica para qué sirve la vitamina D y yo prefiero no darla es mi responsabilidad. Y si el niño habla por los codos o no se está quieto tampoco es de su incumbencia. Hay cuestiones que solo corresponde decidir a los padres de la criatura.

Ustedes hagan bien su trabajo que yo intentaré hacer bien el mío.

domingo, 1 de septiembre de 2013

El regreso

Hola de nuevo. Después de casi dos años sin escribir de continuo, hoy me he sacudido la pereza y he decidido retomar este blog. Quiero poner por escrito otra vez mis inquietudes, como madre y como ciudadana, para compartirlas con quien quiera. Pero primero os tengo que poner al día.

Según mis distintas aplicaciones para el móvil, me quedan 60 días para dar a luz. Estoy embarazada de 31 semanas del que será mi segundo hijo, Gabriel. Y la vida ha girado muchas veces hasta llegar a este punto, la verdad.

Hace ahora dos años tomé la decisión de separarme de mi marido, el padre de Leo. La revelación llegó clara y diáfana durante las fiestas de su pueblo: "no te quiere, no le quieres". Una vez que abres los ojos no los puedes volver a cerrar. Es igual que en Matrix. Yo no quería herirle, no quería hacer sufrir a mi hijo con una separación, pero ante todo no estaba dispuesta a conformarme con una familia solo sujeta con los lazos de la rutina y la comodidad. Mi carácter impulsivo, poco dado a pensar mucho rato en las consecuencias, me ayudó a seguir adelante con firmeza. Además, mi ahora exmarido también vio una oportunidad de mejora en nuestra separación, así que todo fue relativamente fácil.

Leo tenía dos años y medio. Aquel septiembre empezó el colegio, donde se pasó más de un mes llorando todos los días, pobrecico mío. La separación de sus padres entre sí no fue nada para él comparado con su propia separación de sus padres. Nunca había ido a la guardería, nunca había pasado tantas horas cuidado por extraños. Si juntamos las dos cosas, podemos decir que fue un otoño duro para todos.

Con la ayuda de mis padres y de Ikea, decidí marcharme yo del hipotecado piso en común. Alquilé un piso no muy lejos de su padre y del colegio, donde me tragué solita los primeros y devastadores encuentros de Leo con los virus escolares, entre otras cosas. Desde el principio llegamos a un acuerdo para que las visitas parentales fueran muy frecuentes y hoy, después de 15 días seguidos sin ver a Leo y con una morriña que no me cabe en el pecho, sigo pensando que es lo mejor que he hecho.

Hay personas que se separan porque se han enamorado de otra persona, o porque creen que van a encontrar algo mejor. Yo no. Sencillamente, no me gustaba lo que tenía, y prefería estar sola a estar mal acompañada. Mis pretensiones de cara al futuro no contemplaban encontrar al hombre de mi vida. Si acaso algún amante portentoso que me alegrara mis fines de semana alternos.

A pesar de lo agotador que es acostar sola al niño todas las noches, en aquellos meses viví una auténtica luna de miel con mi hijo. Sin tener que negociar con el otro progenitor, de talante más bien gruñón y pesimista, podía hacer las cosas a mi manera: le compré por fin la pizarra que su padre "no nos dejaba tener", decoré hasta el último rincón de la casa en Navidad, jugábamos en lugar de recoger la cocina y dormíamos juntos, felices. Leo me tenía para él solo, sin otros adultos que robaran mi atención (salvo las interminables conversaciones telefónicas con la tía Piluca).

Otra ventaja indiscutible del divorcio es que por fin tienes tiempo para ti. Dos tardes por semana y los fines de semana alternos dejaba de ser la responsable del niño. Al principio fue muy duro. Aún  le daba la teta y estábamos muy unidos, pero también creo que nos venían muy bien a los dos esas despedidas. Y cuando por fin te acostumbras te das cuenta del mundo que se abre a tus pies. Al principio me dediqué a darme laaaaargos baños, a leer, a dormir... Después volví a salir de fiesta y, oye, qué maravilla. Por mí hubiera salido a bailar en cada ocasión pero, oh amigos, resulta que pasados los treinta todo el mundo está emparejado menos tú, y los demás ya no tienen interés en cogerse una buena cogorza. ¿Pero por qué no? Esto en sí mismo da para otra entrada, ya lo retomaré.

Pero aquí subyace otra cuestión más importante: ¿por qué hasta mi divorcio no tuve tiempo para mí? ¿Por qué asumía que el niño era más responsabilidad mía que de su padre? Yo, moderna y feminista, solo reivindicaba algún momento para echarme la siesta y alguna caña esporádica con amigas. Si quería hacer más cosas sin el niño mi marido sabía perfectamente cómo hacerme sentir culpable. Y yo misma creía que no necesitaba nada más que estar con mi bebé a todas horas. Hasta que no tuve que alejarme de él por obligación, no pensé en mí como mujer, sino solamente como madre. Espero no cometer otra vez este error en mi nueva andadura.

Volviendo a lo que estaba, os confesaré que tardé un tiempo en volver a ligotear. Por un lado no me apetecía (con lo que una ha sido, ay...), y por otro lado la maternidad y los malos hábitos me habían encerrado en un cuerpo de matrona digamos poco atractivo. Además se me ocurrió dejarme el pelo muy corto llevando mechas, craso error. Me sentía fea, en general, y los espejos me daban la razón. Medio año después de separarme desteté a Leo y todo fue diferente. Mis hormonas cambiaron de bando y me obligaron a revisar mi armario y mis aspiraciones. Un luminoso viaje a Sevilla abrió la temporada, sin entrar en más detalles. Solo diré que empecé a verme a mí misma con mejores ojos.

Fueron meses de mucho trabajo, meses para reforzar nuevas amistades y añorar a las viejas, meses de discutir por la pensión con amenazas de custodia compartida, meses llenos de tardes de colegio y noches de gintonics, meses en los que reaprender a disfrutar del sexo esporádico y de soñar alguna que otra vez con el amor.

Lo más difícil para mí fue el primer verano. Estar un mes sin el niño (15 y 15 días) fue horrible, pero aún peor fue pasar todas mis vacaciones con él, sin otra compañía adulta que te releve para irte a dar un chapuzón. Imagino que con dinero, chufletes. Podría haberme ido a un crucero de singles, o a un resort con animación infantil. Como yo no tenía un duro me tocó ir al pueblo. Allí se puede estar muy bien si tienes algo de ayuda, pero no era mi caso. Mi padre se había puesto enfermo y mi madre, mi canguro principal, tenía ocupaciones más importantes que cuidar a su nieto para que yo descansara. Esto lo digo por si alguna se está animando a divorciarse con esto que escribo, porque también tiene alguna desventaja.

Hacía un año de mi separación. Cada pequeña discusión con mi exmarido me reforzaba en la idea de que había hecho lo correcto. Por mucho que una se canse criando a un hijo sola, aguantar un matrimonio solo por la compañía es un error garrafal. Y cuando ya creía que mi vida estaba bien como estaba, con algún que otro amante cada 15 días, conocí a Andrés y me enamoré. Cuando él me dijo que también podíamos quedar los fines de semana en los que tenía a Leo se abrió ante mí una nueva dimensión. Y cuando lo vi jugando con mi hijo, siendo tan cariñoso con él como lo era conmigo, me enamoré otra vez. Pocos meses después ya vivía con nosotros. Leo perdió una madre en exclusiva pero ganó un padre putativo genial.

Entre tanto, mi padre moría de un cáncer terminal. Estos trances te muestran quién te quiere y quién no, y te enseñan que cualquier día puede ser el último, así que carpe diem. Un mes después de enterrarlo, anidó en mi útero el pequeño cigoto de Gabriel, un bebé que mi padre no conocerá, pero que ya desde la tripa le ha aliviado el luto a mi madre. Un diminuto arcángel que nos anuncia que hay que mirar hacia delante, que nos recuerda que es una suerte estar vivos y que demuestra que los estúpidos sueños de familia Ikea a veces se cumplen. Aunque sea a la segunda.


miércoles, 6 de junio de 2012

Sal con una chica feminista

Inspirada por los creadores de Sal con una chica que lea y Sal con un friki, me surgió la idea de convenceros de las bondades de salir con una feminista. Así que ahí voy...

Sal con una chica feminista. Sal con una chica que tenga claro lo que vale, que no se subordine a ti. Una chica que busque un compañero, un igual, con quien compartir libremente su tiempo. Una mujer que sea independiente económicamente y que no entienda su vida de otro modo. Una feminista no te cargará sobre los hombros una responsabilidad que no te corresponde, no esperará que la salves de nada ni que la mantengas. No esperará que pagues la cuenta, ni que le abras la puerta porque sí, ni que tengas miramientos porque es mujer. Solo te pedirá respeto, el mismo que te ofrecerá a ti.

Sal con una chica capaz de vivir sola y que disfrute de su independencia, porque cuando esté contigo sabrás que lo hace porque quiere, no porque necesite compañía. Sal con una chica que sepa distinguir el amor de la dependencia afectiva, y que sepa enseñarte la diferencia. Con ella no tendrás que estar pendiente de los malentendidos, no temerás meter la pata y podrás ser sincero, porque negociará las reglas contigo desde el principio.

Sal con una feminista que se quiera a sí misma, que no tenga complejos y que pase olímpicamente de los cánones de belleza salvajes de la talla 34, porque tampoco juzgará tus michelines.

Sal con una feminista que conozca su cuerpo y que sepa disfrutar de su sexualidad sin tapujos, porque echarás los mejores polvos de tu vida. Haz el amor con una chica que no se avergüence de gemir y a la que le puedas explicar tus fantasías sin avergonzarte tú. Mándale un wassap diciéndote lo mucho que te excita pensar en ella y no se sentirá como una puta, porque una feminista tiene muy claro lo que es y lo que no es la prostitución. Con ella descubrirás la rica imaginación erótica femenina, y el porno patriarcal te empezará a parecer vulgar y soso (esperemos...) Con ella descubrirás que el sexo es mucho más que la penetración y te volverás sabio y humilde. Se puede reconocer a quien sale con una chica feminista porque van todo el día con una sonrisa satisfecha en la cara.

Si sales con una chica feminista no hará falta que le acompañes a sus "movidas" si no te gustan, porque te recuerdo que ella no te necesita para nada. Tampoco ella te acompañará a tus cosas, si no le apetece. Una chica feminista te reclamará su propio espacio y también te lo dará. Una feminista te enseñará que el amor no es posesión, y si no lo aprendes enseguida la verás marchar de tu lado. Una chica feminista no te dará celos, porque está contigo desde su libertad y porque quiere. Si deseara estar con otro te dejaría y punto. Una feminista no necesita medir tu amor provocándote con otros, porque piensa que estás con ella desde tu libertad y porque quieres.

Cásate (o no) con una chica feminista y disfruta de cuentas separadas, con espacio para los caprichos de cada uno. Olvídate de los reproches domésticos, porque con una feminista serás corresponsable de todo, SÍ o SÍ.

Ten hijos con una chica feminista y aprenderás a venerar el milagro del cuerpo de la mujer, su útero, su vagina, sus pechos que alimentan. La humildad te hará mejor persona, y recuerda que tú también viniste al mundo a través de una mujer. Una madre feminista te hará el mayor regalo, porque no usurpará la crianza de tus hijos. Compartirá contigo (SÍ o SÍ) esa hermosa y agotadora responsabilidad y podrás ser PADRE. Y si no quieres tener hijos, será porque lo has hablado con ella y estáis de acuerdo. Una feminista no se siente menos mujer por no ser madre.

Sal con una chica feminista porque ella no entiende de estereotipos, y no te juzgará si lloras o si te gusta repeinarte y darte cremas. Porque ella tampoco te consentirá que la juzgues si le gusta jugar a fútbol o si no quiere depilarse o si no se maquilla o si se le da mal cocinar. Una chica feminista no te valorará como hombre, sino como persona y, por lo tanto, no tendrás que andar demostrando tu hombría.

Sal con una chica feminista porque no te dará la razón siempre y te volverás más listo.

Sal con una chica feminista, porque tienes claro que las mujeres no son menos que tú.

martes, 17 de enero de 2012

Las madres que no amaban a sus hijos

Ayer estuve más de una hora en la sala de espera del médico, y me dio tiempo de sobra para observar al resto del personal. Aparte de una pareja tatuada que hacía cosas muy extrañas (me pareció que venían del baño de follar, pero eran tan raros que no sé), había un matrimonio con un hijo.
No sé si es correcto criticar a otras madres, porque parece que me quiero echar flores a mí como criadora suprema. Pero no es eso, en serio. Es que esa señora me cayó fatal y si no escribo esto reviento.

 Os describiré brevemente a los personajes:
El papá de la criatura tiene pinta de gañán, de currela frustrado por algún encargado más cabrón que él, y por supuesto bastante machista.
La mamá tiene pinta de inculta, de haber sido criada con los mismos malos modos que le dedica a su hijo, así que al final de la tarde incluso me daba un poco de pena. Las circunstancias de cada uno pesan mucho, y por mujeres como ésta defiendo que el acceso a la educación y a la cultura tiene que ser universal.
El niño tiene unos 9 ó 10 años. Parece simpático en realidad, aunque en la sala de espera saca lo peor de sí, para fastidiar a su madre, claro.
El que tiene que ir al médico era el papá-gañán, que casi le monta un pollo al doctor porque llevaba mucho rato esperando. Personalidad explosiva, típico machote. Seguro que si no hubiera estado su mujer delante se hubiera callado la boca.
Ella le mira extasiada y le da la razón cuando se enfada. Se tienen el uno al otro, qué bonito. Y mientras, ¿qué hace el niño? No tiene ningún libro, juguete o nintendo con que pasar el rato, así que se dedica a cambiarse de asiento por la sala medio vacía. Los padres no le hacen ni caso y tampoco hablan entre ellos más que para criticar al médico o al niño. "Estate quieto, que te vas a enterar" es la frase más repetida. Si el niño contesta "no me da la gana", la señora mira a su marido y pone los ojos en blanco, como diciendo "ves lo que tengo que aguantar". Ella le echa la bronca al niño ¡para agradar a su hombre! Para que él vea que ella es buena madre y que no se deja "torear". El hombre asiente, como diciendo "así me gusta, nena".
¿Y qué ocurre cuando papá por fin entra a la consulta? Pues que aún me cae peor la mamá. Se pone los cascos para escuchar música, pasando olímpicamente del niño. Cuando éste se vuelve a cambiar de sitio o se pone a dar golpecitos en la silla, aburrido como una ostra, le advierte: "que te estés quieto, que ya te lo he dicho, que te estás ganando una bofetada". El niño contesta con un poco más de chulería que antes, porque no está su padre (que debe ser el que suelta los sopapos de verdad en casa): "no quiero parar". La señora insiste en el mismo mensaje cada cierto tiempo, con la cabeza apoyada en la pared y sin quitarse los cascos. Me da la sensación de que ahora reconviene al niño para congraciarse con las personas de la sala, como antes buscaba agradar a su marido. Por eso, al final, se levanta para cogerlo por el brazo y llevarlo hasta la silla que tiene al lado. Al niño le cae una colleja de propina, pero no le da mucho miedo porque se levanta como un resorte otra vez y se va a la otra punta. Desde allí, sin levantar mucho la voz, le dice "zorra". La madre pone los ojos en blanco, como diciéndonos a todos "véis lo que tengo que aguantar".
Por fin, sale de la consulta papá-gañán. El niño aprovecha la ocasión para tocar las pelotas: "no me pongo el abrigo, no quiero ir ahora a la farmacia"... Se pone impertinente, vaya. Y cuando ya bajan las escaleras, le dice con bastante desprecio a su madre: "y la bufanda me la llevas tú".
Esta escena familiar me hizo reflexionar largamente (lo que hace el aburrimiento, oye). Lo primero que pensé fue "suerte que este niño va al colegio, donde seguro que lo tratan con más cariño que en casa y donde tendrá alguien de quién aprender". Porque está claro que sus padres no le hacen ni pito caso. De sus padres ha aprendido una cosa: que hay que tener contento a papá, no me vaya a pegar, y que mamá no se merece ningún respeto.
Ese niño quiere a su madre, como todos, pero solamente consigue su atención portándose mal (relativamente, que solamente se cambió de silla, el pobre). No conoce otro modo de acercamiento. La quiere ahora, porque es pequeño, pero cuando sea mayor no la querrá más que por obligación.
Lo que más me preocupa de esta historia es la actitud de la madre. Porque padres gañanes que no saben dar cariño he visto muchos, por desgracia. Pero ayer vi claramente una madre que no quiere a su hijo. No le gusta ser madre. Le parece un fastidio. Actúa del modo en el que cree que tiene que hacerlo, tal y como su marido espera, tal y como la trató a ella su madre, seguramente. Es una mujer muy dependiente, que busca todo el tiempo la aprobación de su hombre. Si él le dijera: "vamos a llevar al niño al bosque porque no gano lo suficiente para manteneros a los dos" lo haría sin dudar.
Y me dio mucha lástima, por los tres.
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