domingo, 16 de marzo de 2014

Sin vergüenza

Llevo días dándole vueltas en la cabeza a este tema y necesito ponerlo por escrito para purgarme, aunque no me vaya a dejar a mí misma en muy buen lugar.

Hace dos semanas, fuimos toda la familia al cumpleaños de Laila, una compañera de clase de Leo. Se celebraba en una casa en el campo muy grande y cuando llegamos estaban todos los niños excitadísimos. Todavía hacía frío, así que entramos dentro donde había montones de guirnaldas y ¡horror! globos de todos los tamaños y colores. Leo se quedó petrificado mientras todos los demás niños se volvían locos. No sé de dónde le viene ese pánico por los globos, si es por el ruido que hacen al explotar o por lo blandurrios que quedan los restos (a mi hijo le da mucho ascazo lo que está blando y fofo, y por eso yo tengo unos abdominales duros como piedras, hahahaha).

En un primer momento fui una madre amorosa y empática, que explicó pacientemente la fobia del niño a todos los padres que lo animaban a jugar con los demás. Nos fuimos a la otra punta de la casa y traté de explicarle a Leo que no pasaba nada, que sus amigos enseguida se cansarían de los globos o bien se explotarían todos, porque aquello era un no parar de pimpampum. El niño estaba pasando muy mal rato. Entonces empezaron a organizar juegos por equipos (sin globos, pero aún estaban rondando por ahí) y pensé que mi hijo se animaría, pero no hubo manera. Los otros padres y hasta los abuelos de la cumpleañera se acercaban a animarlo, con toda su buena intención, pero consiguiendo que el niño se avergonzara cada vez más y se enrocara en su posición. Entonces empecé a sentir vergüenza yo también. Porque veía a todos los demás críos jugando sin problemas en la sala de al lado, porque mi hijo (no otro, sino el mío) se lo estaba perdiendo por un miedo tonto (¿pero qué te puede hacer un globo, ¿eh?), porque estábamos dando la nota, porque las otras madres me miraban con pena.

Así que mi empatía se esfumó para dar paso a una irritación creciente. Me empeñé en intentar llevarlo una y otra vez a la sala de juegos, donde apenas quedaban ya globos, y no había manera. Leo lloraba, yo estaba a punto de hacerlo. Yo solo quería que mi hijo fuera como los demás. Ahora entiendo que el miedo a los globos solo fue la raíz del problema. Después no quería integrarse por vergüenza, porque todos llevaban un buen rato jugando juntos y Leo no veía una salida honrosa a la situación en la que se había metido. Me pidió que nos fuéramos a casa, pero habíamos llevado a otra familia en nuestro coche y no los podíamos dejar tirados. Yo ya estaba fuera de mí, gritando al niño, cuando una madre comprensiva me dijo "te entiendo, pero respira hondo". Cuando lo hice, se me pasó el enfado, aunque no la vergüenza. Nos "escondimos" los dos en una habitación a hablar del problema, le expliqué por qué me había enfadado y lo que significa "hacer el ridículo". Nos abrazamos fuerte y le dejé jugar con mi móvil. Pensaba que se pasaría la tarde solo, pero el cambio de escenario para la merienda fue una oportunidad de oro, la esperada salida honrosa, y la aprovechamos. Le dieron un pito, que tocaba especialmente fuerte si se le acercaba un globo, y el resto de la tarde se lo pasó bomba.

Por la noche en casa, hablando del asunto con Andrés, me di cuenta de que me preocupa demasiado lo que el resto de adultos piensen de Leo y también de mí. Porque se está juzgando a mi hijo y, sobre todo, mi labor como educadora. Mi hijo es rarito y a veces me pone en evidencia, eso es así. En público me avergüenzo de lo miedoso que es para algunas cosas, de que venga a chivarse de los demás, de que a veces no le dejen jugar, de que no le guste más el fútbol, de que sea melindroso con la comida y de qué sé yo. Está bien reconocer cómo me siento al respecto, pero tengo que cambiar. Me avergüenza avergonzarme de mi hijo en esas ocasiones. Me avergüenza estar pendiente de lo que los demás piensen de él o de mí.

Porque Leo es un niño maravilloso y tendría que sentirme orgullosa de él siempre.

Tiene miedos porque posee una fértil imaginación y es ultrasensible. Por eso me cuenta historias fantásticas y es tan divertido y me da esos abrazos interminables y me dice que me quiere a todas horas y que estoy más rica que un yogur. Y con las cosas importantes es muy valiente, como cuando vamos al médico y le tienen que coser una brecha en la frente, como cuando le cambio de colegio o de casa, como cuando me divorcio, como cuando llega un hermanito. Como el día en el que, haciendo el tonto, Andrés me tiró de la cama y Leo fue directo a pegarle patadas, hasta que vio que yo me estaba riendo.

A veces no le dejan jugar porque los niños son así, porque él es el pequeño y a la vez el nuevo de la clase, porque aún no ha encontrado su sitio en el parque. Con los niños pegones no pega, con los del fútbol no le interesa, con las niñas no porque son niñas. Pero en comedor se ha hecho inseparable de Yuchi (a saber cómo se escribe) porque también le gusta jugar a Pacman y montarse películas. Sé que me preocupo demasiado por su sociabilidad, que son mis miedos más que los suyos y que nunca le faltarán amigos porque es encantador.

Así que me voy a relajar. Voy a confiar en que mi hijo será feliz y en que no estamos haciendo mal las cosas. Que no me equivoco respetando su miedo a dormir solo o consolándolo "demasiado" cuando viene llorando. Voy a pensar que, si en algo le ha perjudicado tener una mamá tierna, también le ha hecho ser una buena persona. Voy a recordar esta lección para no avergonzarme nunca de mis hijos ni tampoco de mí, aunque me miren con cara de pena, porque lo hago lo mejor que sé.

lunes, 3 de marzo de 2014

La revisión

Hoy me he decidido a escribir durante la siesta de Gabriel porque necesito compartir lo que me ha ocurrido hoy en el centro de salud durante la revisión de los 4 meses. Creo que es un buen ejemplo de la actitud que tienen muchos profesionales de la pediatría hacia la lactancia materna y hacia la crianza en general.

La revisión de este mes se hace con la enfermera pediátrica y no con la pediatra (que aún tiene más tela). Hoy estaba acompañada de una estudiante, lo que ha hecho que aún me diera más rabia después. ¿Qué aprendizaje está haciendo esta futura enfermera? En fin... El caso es que la historia ha empezado bien, muy cordial todo. Un sonriente Gabriel se ha dejado medir y pesar sin protestar demasiado. Tampoco ha parado quieto. Les ha dedicado todas sus proezas recién adquiridas: reírse a carcajadas, sacar la lengua, hacer gorgoritos y el número especial, ponerse de pie. ¡Tacháaaaan! Ante la pregunta obligada de qué tal caga el niño he respondido que cada 4 días habitualmente. Ella ha puesto cara de preocupación: "¿hace caquitas duras entonces?". No, señora, ya le he dicho que le doy el pecho. Es bastante improbable que un bebé que tome teta cague duro. Él está contento y no se queja de la tripa. Bien, sigamos adelante." ¿Le das la vitamina D?" "Sí, por supuesto". Para nada se la doy, pero en este punto prefiero mentir, que es más rápido. Mira que les gusta a los médicos recetar cosas. Se supone que los bebés tienen carencia de esta vitamina, lo que podría llegar a derivar en raquitismo. Pero el propio metabolismo del niño la fabrica en cuanto le da la luz del sol. Así que en Suecia puedo entender que tomen un suplemento, pero aquí sol, siestas y paellas no nos faltan.

Volvamos a la revisión de hoy. La enfermera es una persona meticulosa. Se sabe todos los pasos y es muy ordenadita. Ha pasado con gran concentración los datos al ordenador, donde un programa (como los que hay a porrillo en internet) le ha calculado las tablas de percentiles. Aún guarda mi madre las mías hechas a lápiz, qué tiempos. Estas maravillosas tablas son pura estadística y nada más, una guía para saber si nuestro bebé se ajusta a la "normalidad". Si dice que está en el percentil 70 solo quiere decir que, de 100 niños, 30 pesan o miden más que él, y otros 70 menos. Pero todos son "normales". Los adultos también somos altos o bajos, delgados o gordos de constitución y no por eso estamos necesariamente enfermos. Bien, pues aclarado este punto, no entiendo por qué se veneran estas tablas como si las hubiera bajado Moisés del Sinaí. Si el niño crece y tiene aspecto sano, me da igual si sigue una curva o va en zigzag. Además de que con una muestra de medidas tan pequeña: al nacer, al mes, a los dos meses y a los cuatro, poca validez estadística tiene nuestra curva.

Gabriel estaba a los dos meses en el percentil 50 clavado, tanto de peso como de altura. O sea, que está en la media más media. Y nada más. La enfermera se quedó muy conforme en aquella revisión, como si el 50 fuera el número más saludable posible. ¡Pero no es así! Hoy, Gabriel seguía ajustándose al 50, ese número dorado, en la altura, pero en el peso.... ¡Oh, dios mío! ¡Ha bajado un pelín! Habrá que vigilarlo.

¡¡¿¿ En serio me lo estás diciendo??!! Puede parecer que ha bajado de peso, pero no. A los dos meses pesaba 5,5 kg y ahora pesa 6,170 kg. Engorda, crece, sonríe, juega y hasta se pone de pie. Está más cachas que yo, el tío. Pero la enfermera solo veía que esa curva (de cuatro puntos) ya no era tan curva. Me ha dicho que volviera en dos o tres semanas para ver cómo sigue de peso y yo le he dicho que no veía la necesidad. Ya estamos con la loca de la teta, a ver. En la revisión de los dos meses me tocó las narices con el mismo tema. Me preguntó si tomaba pecho o biberón y cuando le respondí me citó a los tres meses. Yo me quedé con la mosca detrás de la oreja y le pregunté cómo citaban a los de biberón y me dijo que a los cuatro "porque los de pecho suelen ir más justitos de peso". ¿El mío estaba justo de peso? ¡Pero si estaba en los happy fifty! Lo acababa de ver ella con sus propios ojos. Da igual, la teta no alimenta, amigas. La suerte que tengo es que no soy madre primeriza y Leo es la estampa viviente de que mi leche es material de primera, así que muy digna y muy respetuosa le contesté a la enfermera que yo vendría a la revisión a los cuatro meses como los de biberón y no antes. Como quieras, me dijo. Mala madre, pensó seguramente.

Así que hoy su miedo se ha hecho realidad. No hemos vigilado a este bebé semanalmente y ya no sigue la curva del 50, oh my god, ¡lo estamos perdiendo! Le he dicho de nuevo que no veía ningún motivo de preocupación y me ha dicho que me lo pensara mientras iba a preparar las vacunas (porque esta mala madre sí considera las vacunas un gran avance científico).  Por supuesto que no iba a ir a pesar al niño treinta veces para que ELLA se quedara más tranquila. Si es una neurótica es su problema. Cuando han vuelto estaba yo con Gabriel en la teta. Al ver a las chicas ha soltado el pezón para sonreirles y se ha puesto perdido de leche. Jejeje. Cuando me iba a citar para la próxima yo ya tenía preparado mi discurso, incluida la puntualización de que las tablas que ella maneja son de niños de biberón y que debería contrastarlo con las de la OMS de lactancia materna. Pero no he podido pontificar. Resulta que la semana que viene le toca otra vez la vacuna del Prevenar (70 leuros cada dosis, porque no lo cubre la SS. Eso da para otro post). "Así le pesamos también y vemos si ha mejorado". Arghhhhhhh... He preferido no cogerla por el cuello y me he ido.

La pediatra también me dijo en la revisión del primer mes algo parecido. Primero casi me felicitó por darle el pecho (¿pero por qué se sorprenden?) y después, cuando vio que iba bien de talla y peso me dijo: "de momento puedes seguir dándole el pecho?". ¿Perdoneeeeeee? ¿De momentoooo? ¿Va usted a decirme si puedo o no puedo darle teta a MI HIJO? Faltaría más.

Está claro que en mi centro de salud (Actur Sur, Zaragoza) dar el pecho se considera un capricho de la madre que se puede tolerar (porque pasas defensas y eso) mientras el niño no corra peligro. Pero en cuanto las tablas no encajen habrá que clavarle un biberón y se acabó este jueguecito de las tetas, ¿eh? Por supuesto que a mí no me hacen dudar ni un solo segundo de mi capacidad para alimentar a mi bebé, pero me cabreo como una mona por varios motivos:

1.- Cuando las madres primerizas que no se han empollado veinte libros de lactancia y que no han tenido tan buenas matronas como yo (esto va por Mariángeles, gracias) se encuentran con profesionales como estas ¿qué ocurre? Dar el pecho puede ser difícil al principio, todo es muy raro si no tienes otras madres lactantes a tu alrededor. Así que es genial que te metan más miedo en el cuerpo. ¿Y si no engorda por mi culpa? ¿Y si mi leche no le alimenta lo suficiente? Si la pediatra cree que le hace falta un biberón de apoyo habrá que dárselo, ¿no? (aplauso de las suegras). Sí, claro, mujer. Tú sigue con el pecho como siempre, que les consuela mucho, pero le das leche artificial que así sabrás la cantidad que toma y te quedas más tranquila (y tu suegra y tu pediatra también). En dos semanas se te habrá retirado la leche porque si el bebé no chupa la teta no trabaja, pero así se llega a la profecía autocumplida. ¿Ves como no alimentaba? Suerte que le metimos el biberón a tiempo y el bebé no ha bajado del percentil 50. Uf, qué alivio.

Que quede claro que yo RESPETO profundamente a las madres que DECIDEN dar leche artificial. Creo que las mujeres somos algo más que incubadoras y neveras, y que cada una hace con su cuerpo lo que le resulta más agradable y cómodo. La ciencia nos permite hoy elegir y eso siempre es un avance. Que la leche de bote no es tan buena como la materna es un hecho incontestable, pero eso no quiere decir que la otra sea mala. Son perfectamente saludables las dos y cada mujer hará lo que considere oportuno. Así que tanta manía le tengo a mi pediatra como a los profesionales que hacen sentir malas madres a las que no dan el pecho.

2.- La pediatra y la enfermera pediátrica de mi centro de salud son profesionales y deberían conocer todo lo relativo a la lactancia materna, pero no es así. Su desconocimiento y su actitud habrán echado por tierra un montón de lactancias exitosas durante estos años, estoy segura. Porque las madres confían en que ellas saben de lo que hablan. La alimentación de los bebés es algo con lo que tratan todos los días, así que no entiendo esas lagunas, esos océanos enteros de conocimiento que no han adquirido para ejercer su profesión con rigor y con responsabilidad. Estudien, señoras, estudien. La información está ahí, a su alcance. No sean tan cuadriculadas, por favor. Y aprendan sobre todo a distinguir lo que es su competencia y lo que no, porque ustedes previenen y tratan las enfermedades infantiles, nada más. No vuelvan a juzgar a ninguna madre, porque ustedes no son ninguna autoridad moral. Si quiero practicar el colecho con mi bebé, explíquenme en qué casos se considera peligroso, pero no me juzgue. Si quiero dar la teta hasta los tres años es cosa mía (o hasta que vaya a la universidad). Si usted me explica para qué sirve la vitamina D y yo prefiero no darla es mi responsabilidad. Y si el niño habla por los codos o no se está quieto tampoco es de su incumbencia. Hay cuestiones que solo corresponde decidir a los padres de la criatura.

Ustedes hagan bien su trabajo que yo intentaré hacer bien el mío.
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